"Un milagro corriente: / que se produzcan tantos milagros corrientes".
Wislawa Szymborska: La feria de los milagros
Imaginemos un mar de 25 millones de kilómetros: percibiendo con atención el movimiento de la canoa a través del agua, leyendo la coloración, forma y carácter de las olas, prestando atención a luz o a los halos de las estrellas o a su titilar, descifrando los matices del cielo o de la luna sobre la bóveda de una isla, guiándose por la dirección del tiburón pardo o un ave en desbandada —"avistar un barragán blanco indica que hay tierra a menos de 200 metros"—, saboreando la salinidad y la temperatura del agua o de las algas, presintiendo la reverberación de la corriente en el casco y memorizando cerca de 220 estrellas en el cielo nocturno, los maoríes, el pueblo polinesio, lograron surcar esa otra constelación que une la isla de Pascua, Hawai y Australia: el Océano Pacífico. "Y la metáfora que sustenta todo es que la Hokule’a [la nave] jamás se mueve. Simple y llanamente espera, es el axis mundi del globo, al tiempo que las islas surgen de la mar para darle la bienvenida". El navegante no duerme: para esa lectura intensa, instantánea del mundo necesita estar en duermevela por jornadas de hasta 22 horas.
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Ahora vayamos a otro Océano: la selva del Amazonas, formada "cuando las serpientes llegaron al centro del mundo, se tendieron sobre el suelo, se extendieron como ríos, con sus potentes cabezas o formando las bocas de los ríos, las colas alejándose sinuosas hacia remotos cabezales, las ondulaciones de la piel dando lugar a los rápidos y las caídas de agua". Para los barasana cada rincón, cada pliegue de la selva es un sitio viviente donde, ahora y siempre, habita el misterio indefinible del mundo. De ahí que no exista en su lengua la palabra "tiempo": el jaguar, la savia, la piedra, la catarata, la mandioca, el mundo natural está ahí y no necesita ser reafirmado o tocado por las ideas de pasado, presente o futuro. La geografía está tatuada a tal punto que en sus cantos los chamanes makuna recitan los topónimos de lugares que pueden ser rastreados con precisión por más de 1.600 kilómetros río abajo del Apaporis. ¿Panteísmo? No. Como explica Joseph Campbell, esa idea supone la existencia de un dios personal que habita el mundo. Los pueblos de la serpiente sospechan que animales y humanos somos la tierra, la conciencia de la tierra.
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No sé cómo llamar a estos pueblos sino es como los pueblos del milagro. Y el libro de Wade Davis busca advertirnos que ellos y sus visiones del mundo están en peligro (cuando no ya extintos). La cascada de destrucción no sólo arrasa el verde de las plantas o el pelaje de los animales: lo cierto es que asistimos a un siglo en el que las constelaciones de mitos, lenguas, ritos, artes que hicieron posible a maoríes, barasana, bosquimanos, waorami, penan, arhuacos o tibetanos se extinguen todos los días a una velocidad pasmosa. Dice Davis que lo escribió, además, para contarnos una cosa: todas las culturas que su libro exalta y celebra y canta tienen la intuición infinitamente sutil de que los pobladores de la tierra son tan necesarios para ella como ella para nosotros, que el orden y concierto del mundo se consigue —cuando se consigue— porque nuestras consciencias comulgan con el orbe: la tierra misma se insufla de vida gracias a la conciencia humana. "[Para los barasana] no hay separación entre la naturaleza y la cultura. Sin el bosque, los ríos, los seres humanos perecerían. Pero sin la presencia de la gente, el mundo natural no tendría orden ni significado. Todo sería caos". Y también los mamos de la Sierra: "En este esquema cósmico la gente cumple un papel esencial, ya que es solo a través del corazón y la imaginación humanas que la Gran Madre puede manifestarse".
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Wade Davis no se llama a engaño: ni su libro busca engrosar el "mito del buen salvaje" ni cree posible que debamos hacer un "museo de la cultura" donde podamos congelar esas visiones, ni mucho menos que haya que construir un dique artificial que pueda evitar la fuga de esa sabiduría ancestral. Pero sí podemos darle espacio, sí podamos dejar ser y abrir la puerta a la elección. Acaso los únicos guardianes posibles seamos "nosotros" —cualquier cosa que eso signifique— cuando entendamos que nuestro simplón modelo de realidad que llamamos Occidente sólo es eso: uno entre ese mar tan grande como el que surcaron los polinesios mirando, maravillados, las estrellas. Existen otras formas, otros caminos, y —explica Davis— de nosotros no se exige nada diferente a permitir que a aquel que quiera andar esas sendas lo pueda hacer.
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Todos los días se apaga una lengua, nos dice Davis. Todos los días se apaga, entonces, ese "destello del espíritu humano, el vehículo por medio del cual el alma de cada cultura llega al mundo material. Cada idioma es un bosque primitivo de la inteligencia, es un hito del pensamiento, un ecosistema de posibilidades espirituales". Esas voces no son intentos fallidos de ser como "nosotros" o alcanzar la "modernidad": son el canto único de la imaginación que, a tientas, busca la respuesta común de nuestra especie: ¿qué significa ser humano y estar vivo? El inglés utiliza 32 sonidos; el idioma de los san, el pueblo que formó el árbol genealógico del mundo, 141. Este libro es un llamado sin rabia a que no nos quedemos con un solo guion, un guion que, aunque iluminado de muchas maneras, no es el parangón del potencial humano.
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Christian Camilo Londoño
Libélula Libros
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